Apreciados Colaboradores:

Queridos Amigos:

Antes que nada reciban un caltelúrico saludo e infinitas bendiciones de Dios todopoderoso. Hoy iniciamos una breve serie acerca de algo que existe en nuestro país y que a veces NO nos percatamos… me refiero a: La Oscilación NATURAL del Lago Enriquillo (ONLE), tal como la ha bautizado el amigo Antonio Cocco Quezada.

He decidido invitar a esta lectura a una persona que conocí en mi niñez. Creo que fué hace 50 años, el día que la Federación de Mujeres Dominicanas (FMD) celebró una especie de pasadía (kermesse), Ese día, Papi (mi padre, Manuel González González)  cocinó una “Paella” que era “Pa’todos”, (Ver foto 1 en la presentación anexa). Al llegar la tarde y en silencio me dijo: “Millo, dile a Pablo y a Patricia que vengan”. Nos montamos en el carrito FIAT de Tony (Antonio Isa Conde) y partimos a un lugar que conocía a la perfección…la parte atrás del Alma Mater de la UASD, lugar donde abundaban los árboles de mango y cajuiles, el lugar donde en verano íbamos a “marotear”.

Llegamos y caminamos brevemente hasta que salió detrás de una mata un señor alto y fornido..…Pablo y Patricia saltaron de alegría y le abrazaron, era su padre, en ese momento se hacía llamar “Tomás”. Luego de los abrazos, los niños (nosotros) empezamos a dar vueltas alrededor de las matas y los adultos se reunían: Papi,Tomás y Tony.

Tiempo después supe que “Tomás” era FELIX SERVIO DUCOUDRAY MANSFIELD, el máximo dirigente del Partido Socialista Popular (PSP), el esposo de “Bulula” (Carmen Julia Martinez Bonilla), la madre de Pablo y Patricia, mis amiguitos de infancia.

Se preguntarán que tiene que ver Félix Servio Ducoudray con el Lago Enriquillo, pues bien, así como las personas citan (para referirse a los inicios de la Colonia en América) a Don Gonzalo Fernández de Oviedo en su “Historia General y Natural de las Indias” o  Fray Bartolomé de las Casas en su “Historia de Indias”, los dominicanos al referirnos a nuestra naturaleza también debemos  de buscar los escritos de Don Félix Servio, quien fué cronista de muchas de  las exploraciones que realizaran el profesor Eugenio de Jesús Marcano y el sacerdote Julio Cicero. Los escritos salieron originalmente en el suplemento sabatino del periódico EL CARIBE entre 1978 y 1989 y han sido publicados en seis tomos por el Grupo León Jimenes bajo el título de “La NATURALEZA DOMINICANA”, obra que todo ciudadano amante de la naturaleza y de su Patria debe de tener en su librero o en la memoria de su computador.

De “La Naturaleza Dominicana” extraje el primer artículo de esta serie titulado “El Lago Menguante”, que por cierto también es parte del libro “Yo, después de las gaviotas”, publicado en 1998. El artículo en cuestión  lo hemos ilustrado con una imagen satelital realizada sobre el Lago Enriquillo cuatro meses después de la publicación del mismo, día que por cierto el lago no tenía islas sinó dos penínsulas (Ver foto No. 2 en el anexo).

Espero que disfruten esa excelsa prosa que es como caricia de la brisa del lago, la cual al leerla me hace sentir en una especie de SPA MENTAL por lo relajante que es…..

Nota: De mi  exclusiva responsabilidad son las negritas, cursivas, subrayados y resaltados.

EL LAGO MENGUANTE
Por Felix Servio Ducoudray
Trujillo puso una vez, cuando temía invasiones, un barco de la marina de guerra en el
lago Enriquillo, atento a que por allí no se le metiera un hidroavión cargado de exiliados; y lo que queda de eso indica inmediatamente la crisis ecológica que confronta el lago.
Lo del barco todavía lo cuentan los moradores del vecindario, y uno de ellos, neibero, me mostró el rastro que dejó el espanto: el muelle de un embarcadero tendido sobre el lomo de una ancha hilera de piedras amontonadas, a pocos pasos de la desembocadura del arroyo La Azufrada.
 Me dijo: «Eso lo hicieron entonces».
 Ahora asombra verlo incoherentemente rodeado de secos arenales, convertido en obra inútil por el encogimiento del agua, que se le retiró más de diez metros. 

Uno lo piensa en cuanto se topa con el muelle seco; hasta ahí llegaba el lago. Y no es posible dejar de preguntarse si lo que se está viendo no será el comienzo de un proceso irreversible.
En el 1977 el Centro de Investigaciones de Biología Marina de la UASD (CIBIMA), constató que la salinidad del lago, superior a la del mar, se había casi duplicado en pocos años por la disminución del volumen de agua. Constató, además, que ya había llegado a extremos inquietantes, aunque por causas distintas, la escasez del oxígeno disuelto en esas aguas menguantes. Y dio la voz de alarma por tratarse, en ambos casos, de «factores limitantes
» —como ahora se dice— muy severos.
No andará, pues, descaminado quien se pregunte si realmente se halla en crisis el medioambiente natural del lago Enriquillo. Cuando yo acompañé como periodista la excursión científica al lago Enriquillo —junio 1978— organizada por CIBIMA, llevaba todo esto, acabándolo de leer, en la cabeza; pero al llegar, y no obstante el espigón sin agua, no pude menos de acordarme del Dr. Moscoso viendo la impresionante cantidad de aves que pululan en ese ambiente lacustre.
Moscoso solía decir que lo que daba más brega en el mundo era morirse; y eso parece confirmarlo el lago. Porque a pesar de los pesares, la vida tiene allí su reino esplendoroso todavía.
Sólo en una de las islas, la de Cabritos, 22 especies de plantas componen el bosque seco que la cubre, y en ella viven 35 especies de aves, 2 de iguanas y varias de lagartos. A más de eso, el lago Enriquillo es el asiento de la mayor concentración mundial del Crocodylus acutus, y la única en que la población de este reptil alcanza la llamada densidad primordial, esto es, la que permite una reproducción en número suficiente para preservar la especie.
Moscoso era de aquellos viejos médicos confiados que llegados a un punto preciso del tratamiento, sentenciaban: «Ahora hay que dejar que la naturaleza actúe».
Tras lo cual, diestramente se sentaban a esperar que ella actuara.

Conocían el gran secreto: la vida defiende sus derechos, frente a la muerte, como gato boca arriba. Leyes inexorables de la naturaleza sostienen sus palpitaciones más angustiosas con asombroso empecinamiento.
No hay Presidente en el mundo que cumpla el juramento de «cumplir y hacer cumplir las leyes» como lo cumple la naturaleza con las suyas. Pero eso tiene límite.

Para no sobrepasarlo hay que dejar —como decían los médicos de antaño— que la naturaleza actúe.
Porque si, por ejemplo, la sociedad la perturba al disponer irracionalmente de los recursos naturales —ya sea por ignorancia o por codicia— sobreviene lo que vemos en el lago Enriquillo: un medioambiente agredido y deteriorado, luchando a brazo partido por defender ese equilibrio tan frágil que se establece entre el agua, los suelos, las plantas y los animales.
 ¿Hasta cuándo podrá resistir sin caer vencido?
Lo importante es que no lo dejemos solo.
Que todo el país se le convierta en aliado y salga a defenderlo.
Porque de seguir las cosas como van, quizás no dure mucho. Y eso hay que impedirlo, ya que la desaparición del lago repercutiría catastróficamente en todo el Suroeste.
Esto se refiere, desde luego, a la desaparición brutal que se provoca antes de tiempo por la destrucción del medio ambiente; porque hay otra, de muy distinta repercusión, a la cual se llega, no por contravenir, sino precisamente por dejar actuar a la naturaleza.

Ni siquiera los lagos son eternos. Constituyen un sistema ecológico que se halla, como todo, en incesante desarrollo. Todo lago nace destinado a convertirse en pantano, y acaba finalmente como suelo emergido cubierto de plantas.
Oigámoslo en boca del profesor Ringuelet: «A través del tiempo, un ambiente léntico evoluciona en una dirección determinada que lo lleva a transformarse en otro, cada vez menos profundo y más vegetado. La sucesión no es una sola, sino que existen varios caminos sucesionales, pero puede admitirse que cualquier ambiente de esta serie representa una etapa hacia la extinción como cuerpo de agua. La serie clásica es: LAGO — LAGUNA («estanque») — PANTANO — SUELO EMERGIDO CON VEGETACIÓN PALUSTRE».

Sólo que así no causa daño. Porque siendo el resultado de una evolución natural que toma mucho tiempo en redondearse y que, en fin de cuentas, opera en todo el mundo natural, ello mismo determina que vaya acompañado de cambios armónicos en el entorno con los cuales la naturaleza recompone y sostiene los equilibrios ecológicos que se van
modificando y rehaciendo a un mismo tiempo.
Y para que se entienda todo cuanto el deterioro irracional quebranta y viola, acerquémonos con mayor atención a observar la vida —o el drama— que se desenvuelve en el lago.

El agua que lo llena baja de las montañas.
De las sierras de Neiba y del Baoruco que respectivamente lo confinan por el norte y por el sur.
Aunque la hoya de Enriquillo, en cuyo centro está el lago, haya sido inicialmente el fondo de un angosto canal marino que comunicaba la bahía de Neiba con la de Port–au–Prince y que por emersión quedó en seco, de aquel antiguo brazo de mar no queda en el lago Enriquillo, por más que sea salado, ni una sola gota.

Los cuerpos de agua se renuevan cíclicamente. Aquello de Heráclito, el filósofo griego de la Antigüedad, de que nadie podía bañarse dos veces en el mismo río, ahora ha sido medido por la ciencia: el agua de los cauces fluviales cambia, por término medio, cada 12 días.
 Y se le averiguó también el tiempo de renovación, más lento, a las aguas lacustres: unos 10 años.
De modo que el agua dulce que baja de las montañas forma un lago salado, más salado que el mar.
Porque los ríos, arroyos y manantiales no son de agua absolutamente «dulce», sino que traen cierta cantidad de sales en disolución, que la intensa evaporación predominante en esa zona desértica ha concentrado a lo largo de millones de años. De lo que resulta un agua salada que no es igual a la del mar, sino que en comparación con éste viene invertida, por ejemplo, la proporción de las sales de calcio y de magnesio.

Esto explica que los organismos que viven en los lagos salados interiores sean, como expresa Ringuelet, «de abolengo dulceacuícola». Llegados por los ríos o manantiales, se aclimatan primero al ambiente de las desembocaduras, donde la salinidad es más
baja, hasta que, generaciones adelante, acaban adaptándose a la vida en el centro del lago, a toda sal.
Además de las sales, el agua dulce aporta sedimentos y sustancias biológicas que las bacterias nitrogenantes descomponen en nutrientes que alimentan el plancton lacustre, formado por plantas y animales ínfimos que viven en el agua en estado de suspensión.

El sol es la ignición del lago, el que le enciende la vida y el que, con ella, sirve la mesa para todos.
Con la energía solar, las algas de fitoplancton (Diatomeas y Cianofitas) convierten aquellos nutrientes en cuerpo de su cuerpo, con que a su vez se alimentan unos pequeñísimos crustáceos del género Copépodos, de los cuales se han identificado
dos grupos: Oncaecidae y Corycaecidae. Luego un rotífero (Brachionus plicatilis), que es un nematelminto, una suerte de gusanillo acuático, da cuenta de copépodos y algas.

Alberto Ottenwalder, coordinador científico del Museo de Historia Natural (y además encargado de zoología y conservador de aves en el Jardín Zoológico (da este avance de las investigaciones que se llevan a cabo:
 —«Las muestras indican que en el lago Enriquillo hay bastante cantidad de plancton. Hay zonas que son más productivas de lo que se creía».
De ese plancton se alimentan los peces del lago, el más importante de los cuales, al menos como bocado, es la tilapia (Tilapia mossambica).
Este pez come algas sobre todo, tanto del microplancton como del macroplancton, por lo cual tuvo fama de vegetariano.
Pero Ottenwalder puntualiza: Creo que no sólo come algas. Creo que es omnívoro y que también come larvas de insectos, etc. del macroplancton, así como flagelados, larvas de insectos, etc., del macroplancton.

Esa tilapia es el «arroz con habichuelas» de los cocodrilos, así como de los guinchos y gaviotas. Hay en el lago hasta un murciélago pescador (Noctilio leporinus mastivus) que también se alimenta de peces, incluídas tilapias de 3 pulgadas.
Pero la tilapia no es, como se creyó hasta hace poco, el único pez que habita el lago Enriquillo. Antes moraba en sus aguas la biajaca, que resultó desalojada por la tilapia, introducida en los ríos del país en 1953 y que probablemente llegó al lago en una de las inundaciones del Yaque del Sur. Por eso, tras la desaparición de la biajaca, pareció haber quedado como dueña absoluta.
Pero existen los Poeciliidae, peces diminutos que abundan en las salidas de algunos manantiales de agua dulce.
Y en relación con ellos, Ottenwalder, veterano explorador del lago, expone: —«Son dajaos; pero yo creo (y te lo digo sin confirmación definitiva) que hay dos o tres especies, y no solamente una como se ha creído. Además, hay otra especie que vive como en colonias, a orillas de la isla Cabritos, ya en pleno lago. Un pececito diminuto —el mayor que he visto tendría quizás pulgada y media de largo», que ya no es un dajao. Lo he observado frente a la parte de la isla Cabritos llamada La Playita”—.

De estos peces más pequeños que la tilapia, hacen su agosto las garzas, garzones y demás aves vadeadoras que llevan a cabo su hambriento merodeo por las orillas del lago o de sus islas. 
Para subsistir, estas cadenas biológicas de alimentación han de estar formadas por eslabones invulnerables; porque la falta de uno solo de ellos conduce al desplome de toda la serie.
Lo prueba la aleccionadora experiencia suramericana, en que se vieron envueltos los caimanes, que Sixto Incháustegui expone en estos términos:
—“En algunos lugares de América del Sur el caimán fue prácticamente extinguido. Las gentes que vivían cerca de los lagos los mataban porque pensaban que competían con ellos en la pesca. Y lo hicieron, además, para utilizar la piel. Pero de repente se comenzó a observar que donde habían desaparecido los caimanes, disminuyó considerablemente
la población de peces. Un alemán, el Dr. Fittkau, estudió la situación y pudo demostrar que los caimanes devuelven al lago en forma de heces parte de lo que comen y que tales heces son nutrientes como el plancton, esto es, abonan el agua. Y como allí la cadena biológica de alimentación iba así: plancton—larvas que comen plancton— peces que comen larvas—caimanes que comen peces, resultó de ello que desaparecidos los caimanes faltaron sus heces, bajó la existencia de nutrientes, y hubo menos plancton, lo que trajo como consecuencia que disminuyeran las larvas y los peces que se alimentaban de ellas. Por lo que los campesinos de todos modos acabaron quedándose sin pesca, precisamente por haber eliminado los caimanes, en los que sólo veían animales que se la diezmaban, cuando era todo lo contrario”.
Ese importante papel ecológico lo desempeña también la muchedumbre de aves acuáticas que sobrevuelan el lago o que vadean sus orillas.
Los pescadores de río saben, por ejemplo, que algunos de los mejores lugares de pesca se hallan aguas abajo del sitio en que anidan las garzas. Los excrementos nitrogenados de las aves enriquecen los nutrientes del agua, los peces se multiplican y las garzas, que se alimentan de ellos, resultan así recompensadas.
Entre todos los habitantes del lago —terrestres y acuáticos— impera un ajuste perfecto que equilibra las poblaciones, y que si no multiplica los panes, al menos hace de ellos la distribución más productiva.
Uno se cree, a primera vista, que allí cada quien anda de su cuenta, suelto y libre, únicamente atento a su capricho; y que podrían mudarse al lago, por ejemplo, tantas gaviotas cuantas lleguen; o aparecerse las bandadas de flamencos cuando mejor se
les antoje, o el lago rellenarse de tilapias si así lo decidiere la asamblea de peces.
Pero no.
Es un mundo en que todo está ordenado por leyes rigurosas. Las aves migratorias, por ejemplo, asoman cuando el calendario marca la fecha en que aumenta la cuantía de aquello que les sirve de alimento.
Y las tilapias tienen encima el vuelo codicioso del guincho, y las gaviotas y otras aves que ponen coto al desborde, como hace desde abajo el acecho de los cocodrilos.
Y hay otros moradores lacustres que cumplen misiones más secretas, por ejemplo, cuyo papel lo expone así Ottenwalder: “Este predador lleva a cabo una labor muy importante en el lago. Como coge al vuelo sus presas con la garras, se lleva mayormente los peces  débiles o enfermos”.
Y así queda en la estirpe de las tilapias lo mejor de la especie, que es lo más avezado en las mañas de supervivencia.
Y otros aun que cumplen misiones de limpieza, como si el lago tuviera Ayuntamiento y servicio de basura, de lo cual se encargan las gaviotas, que no son melindrosas con los peces muertos.

En este comerse unos a otros les toca también papel de presa a los cocodrilos recién nacidos, muchos de los cuales suelen acabar en las garras del guincho, del rey congo, o del cucú (Athene cuniculalaria) que es una lechucita que también se come los jarrieritos (Mus musculus brevirostris) de la isla Cabritos.
Y no es cuestión de empeñarse por intervenir para impedir que ocurra. Porque se trata de una ley de vida, aunque tenga raíces en la muerte.
O puesto en boca de Ottenwalder: Son como esos pleitos entre marido y mujer, que uno no se debe meter. La naturaleza sabe lo que hace. Lo sabe tanto que, por ejemplo, habiendo en el lago siete especies de garzas que se alimentan de peces, jaibas y sapitos, halló la manera de que cupiera una más: «trajo» el rey congo (Nycticorax nycticorax) que por ser ave nocturna y sentir exagerada preferencia por las jaibas, no compite con las otras.

Perfecta regulación de mutuos equilibrios.
De tal modo que podría decirse: el agua ha de bajar de la montaña para que la gaviota vuele sobre el lago o para que la cocodrila suba a la playa a excavar su nido al pie de los cambrones. Cualquier eslabón de esta cadena, roto, lo derrumba todo. Y eso es precisamente lo que está a punto de ocurrir.
Las bocas de muchos ríos y arroyos están secas, por los desmontes en las cabeceras y porque en el curso superior desvía el agua para riego, sin medir consecuencias ni hacer cálculos de ecología. Aminora también la afluencia del agua subterránea, por el uso excesivo que se le da, con igual fin y al buen tuntun, mediante pozos. Y ahora el Yaque
del Sur, que antes arreglaba todo eso periódicamente con sus grandes inundaciones, se sigue desbordando pero las aguas ya no alcanzan el lago desde que hace diez años el río fue desviado en sentido contrario.

El lago ha estado siempre sometido a un régimen de oscilaciones, con una orilla móvil que se retira para avanzar de nuevo, por ocupar una cuenca negativa en que la evaporación sobrepasa el monto de los aportes fluviales, donde sólo las grandes lluvias y los huracanes ponían el borrón y cuenta nueva. Pero ahora parece que el agotamiento
de los aportes normales de agua dulce amenaza con que el proceso de disminución del volumen de agua resulte irreversible, y ya el incremento de salinidad se aproxima al extremo en que la vida sea imposible, como lo indica la escasez de oxígeno disuelto.
Si no se cobra conciencia del peligro y todo sigue igual, ocurrirá que un día lleguen los flamencos y cuando hundan el pico en el pantano buscando las algas y crustáceos, chuparán únicamente un lodo muerto que no será sustento de la vida. Y no volverán más. Ni las gaviotas ni el guincho, cuyo vuelo no tendría objeto sobre un agua sin vida y cada vez más escasa, cercana al terrón de sal, ya sin cocodrilos ni tilapias, y todo el paisaje envuelto en la intensidad creciente del desierto, donde sólo tendría asiento la desolación más culpable y espantosa.
¿Dejaremos que esto pase?
(16 sep., 1978, pp. 3–4)